La situación de emergencia por el COVID-19 instaló un falso dilema entre salud y economía, dado que el derrumbe económico se hace inevitable en cualquier país que desdeñe la salud de la población en medio de la pandemia y, en contraposición, si cuida de los suyos tiene la potencialidad de producir y crecer a medida que va abriendo la faz productiva de las actividades económicas. “La economía puede volver a crecer, pero de la muerte nadie vuelve”, fue la frase acuñada que derribó ese dilema falaz.
En nuestro país, para hacer frente a la situación de emergencia el Estado decidió invertir recursos para sobrellevar la crisis sanitaria y, a su vez, generar beneficios y exenciones para atender la falta de ingresos de los sectores vulnerables, de los trabajadores formales e informales, y asimismo para ayudar a las empresas a sortear las consecuencias de la baja productiva y de la caída del consumo. Con una serie de DNU estas definiciones políticas cobraron forma de Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), la ampliación de otros beneficios de la Seguridad Social, como la AUH, préstamos a tasa cero para monotributistas y autónomos, Ayuda para el Trabajo y la Producción (ATP) para empresas, muchas de ellas pymes, incluido exenciones de contribuciones patronales, para hacer más llevadera la realidad que nos toca en esta pandemia de orden mundial. La idea es abarcar desde los sectores sociales más desprotegidos hasta las empresas de cualquier volumen que presenten condiciones dificultosas atadas al escenario actual. Para eso, la ayuda del Estado significó -al menos hasta mayo- 2,5 puntos del PBI, una inversión importante con el fin de que, cuando todo esto termine, los puestos de trabajo se mantengan en pie y el país se ponga en marcha más rápidamente. Para evitar la baja de puestos de trabajo incluso se decretó la prohibición de despedir mientras dure el aislamiento social, preventivo y obligatorio.
A medida que se van abriendo las actividades productivas en la mayor parte de las provincias, ayudando a generar el círculo virtuoso de la economía: producción-trabajo-salarios-consumo, el Estado sigue atendiendo las necesidades de la población con las políticas delineadas, alcanzando cada vez a más destinatarios, y atento a la imposibilidad de pronosticar con certeza cuánto más nos llevará la cuarentena y en qué tiempo alcanzaremos un repunte económico para volver a crecer y poner a la Argentina de pie. Esto esboza en alguna medida el presente de situación que afrontamos en nuestro país.
Sí al impuesto a la riqueza
Ahora bien, los recursos monetarios que maneja el gobierno son finitos y cualquier persona comprende que las arcas del Estado se alimentan de los impuestos que paga la población.
En ese orden, el asunto primordial que hoy debemos considerar es la importancia de generar un impuesto a la riqueza y, a su vez, sopesar la necesidad de ponerle fin al impuesto a las ganancias que pagan los trabajadores.
En nuestro país hay varios proyectos de ley en ciernes que buscan gravar a las grandes fortunas, lo que -dejando de lado ciertos matices ideológico-partidarios- marca la coincidencia en cuanto a que este momento de dificultades requiere del aporte de aquellos que más han lucrado en la economía argentina.
Al esbozarse uno de esos proyectos, que aguarda modificaciones dada la doble imposición que traería si se le cobrara a los que ya pagan bienes personales, se determinó que el impuesto a las grandes fortunas solo afectaría a unas 12 mil personas si se toman ingresos superiores a los 3 millones de dólares.
Por otra parte, en un informe periodístico se presentaron algunas estadísticas que ayudan a comprender sobre quiénes iría un impuesto extraordinario a las grandes fortunas. Se supo que poco más de 6000 argentinos superan los 10 millones de dólares declarados. De hecho, un dato interesantísimo además es que la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) informó durante el anterior gobierno que hay 950 argentinos que tienen 2600 millones de dólares sin declarar, obviamente porque evadieron y ese dinero está en grandes paraísos fiscales. Entre esos 950 evasores hay quienes tienen 1 millón de dólares y otros que alcanzan los 20 millones de dólares. Para peor, muchos de ellos ni siquiera liquidaron el impuesto a los bienes personales.
Pensemos que solo con lo que evadieron estos 950 ricos se podrían comprar cinco mil respiradores artificiales para afrontar las consecuencias del COVID-19, más ahora que enfrentamos el pico o curva ascendente de contagios.
Los datos no son menores porque dimensionan que muchas de las grandes fortunas generadas en nuestro país evaden al fisco, con lo cual el perjuicio es para toda la sociedad. El impuesto a la riqueza debería afectar sin dudas a estas grandes fortunas y a todos quienes estén incluidos de acuerdo a lo que determine la ley. A aquellos que se detecten evasores con dinero en el exterior habría que exigirles legalmente que declaren ese patrimonio y paguen el impuesto que se establezca a las grandes fortunas.
Algunos informes técnicos referidos a este gravamen extraordinario evalúan la posibilidad de un impuesto al 1,5% de los patrimonios más grandes de la Argentina, discriminando entre bienes declarados en el país y en el exterior, y también un impuesto al 10% de la rentabilidad neta de las 120 empresas de mejor desempeño en su último periodo fiscal declarado.
Además, no es exclusividad de la Argentina establecer un gravamen de este tipo. En distintos países de Europa y de América Latina existen propuestas similares. Ya están en marcha proyectos afines en España, Italia, Suiza, Rusia, Brasil, Perú, Chile y Ecuador, cuyo común denominador es el de hacer frente a la pandemia mediante ingresos extraordinarios al fisco con un gravamen especial. En todos los casos la idea es avanzar en una mayor justicia tributaria, apuntando a recaudar más de parte de quienes más poseen.
Más allá del proyecto que prospere en nuestro Congreso de la Nación, el impuesto a la riqueza debe ser una realidad porque es una cuestión de justicia y de solidaridad. Hoy se habla de que sea un impuesto extraordinario para ayudar a afrontar las condiciones que trae consigo la situación de emergencia que plantea el coronavirus, pero este impuesto deberíamos evaluarlo incluso como un instrumento de justicia social hacia el futuro.
Es más que lógico pedirle un esfuerzo a lo que más tienen. Los ricos de la Argentina no son los que tienen una casa y un ahorro básico. Esta ya no es solo una discusión de índole económica porque cuando está la vida de por medio se convierte en una discusión moral.
El salario no es ganancia
En cuanto al extremo opuesto a las grandes fortunas, los trabajadores -aquellos que con su esfuerzo laboral generan la ganancia de las empresas y, asimismo, abultan la riqueza de ese puñado de personas que ostentan cifras inconmensurables para el ciudadano de a pie-, es una realidad injusta que deban pagar el impuesto a las ganancias. Por lógica pura no se debe gravar el trabajo porque no es una ganancia. Solo los empresarios producen con el objetivo de obtener rentabilidad, el salario de los trabajadores claramente no es ganancia, sino fruto del trabajo personal.
Luego podremos discernir si corresponde un impuesto de este tipo a los altos sueldos, estableciendo como piso imponible un monto de ingresos a determinar que corresponderá ajustarlo automáticamente por inflación. Este tema obedecerá ya a una discusión posterior, pero el eje de ese debate es que recién se tribute a partir de un salario que permita cubrir no solo las necesidades básicas sino vivir dignamente.
Sumemos, como dato trascendente que incide en el bolsillo de las familias trabajadoras, que ya todos los ciudadanos pagamos el IVA que grava el consumo y que, si bien se trata de un impuesto regresivo porque lo abonan indiferenciadamente los que más tienen y los que menos tienen, es el principal ingreso al fisco que hace posible el funcionamiento del Estado.
Volviendo al planteo de Ganancias, abordemos conceptualmente qué significa. La ganancia es la riqueza que una o las distintas partes involucradas obtienen como producto de una transacción o proceso económico. A su vez se puede definir como un beneficio económico, es decir implica el resto económico del que un actor se beneficia como resultado de realizar una operación financiera. En definitiva, ganancia es la proporción entre los ingresos totales menos los costos totales de producción, distribución y comercialización de un producto o servicio en particular.
Con esto se demuestra que tanto el salario como, asimismo, la jubilación, no son una ganancia. Ambos le posibilitan a una persona -y en ese orden también a su familia- su subsistencia, lo que encarna poder acceder a alimentos, vivienda, salud, transporte, educación, esparcimiento, indumentaria, entre otros bienes y servicios. Esto además de que el salario tiene carácter alimentario y, por lo tanto, no debería ser gravado.
Así las cosas, queda en claro que el impuesto a las ganancias se transforma en un impuesto contra la supervivencia del trabajador.
Algunos especialistas en la cuestión fiscal refieren que el impuesto a las ganancias es uno de los aportes más progresivos del sistema tributario. Sin embargo, cae de maduro que el impuesto más injusto que tenemos es el impuesto al trabajo, es decir el impuesto a las ganancias sobre los salarios de los trabajadores. Es comprensible que el impuesto a las ganancias deba existir, nadie niega esto, pero lo deben pagar quienes sí generan ganancias y de esa forma contribuir a la recaudación fiscal para que el gobierno pueda aplicar los recursos en forma razonable y adecuada.
En este marco de emergencia que transcurrimos, en principio vemos como un avance la aprobación unánime de la Cámara de Diputados -en su primera sesión virtual en plena cuarentena- del proyecto de ley para eximir del impuesto a las ganancias a los trabajadores de la salud y la seguridad por las horas extras y guardias obligatorias que realicen durante la emergencia por COVID-19. Esperamos que éste sea el puntapié para reevaluar y llegar a exceptuar a los trabajadores y jubilados del gravamen en forma permanente, al menos cuando la pandemia haya quedado atrás.
Algo que también valoramos es la apreciación del Presidente Alberto Fernández en su visita a Formosa a fines de mayo: «Cuando veo la parte de impuesto a las ganancias que aportan los que viven de un sueldo, digo esto está mal, y hay que corregirlo. Ya no me importa el culpable. Está mal. Cuando hablo de rediseñar un nuevo país hablo de estas correcciones», afirmó.
Creemos que el objetivo del gobierno de trabajar en la post pandemia para poner en marcha la economía, y en ese aspecto proyectar un país más justo, va por el camino de generar las condiciones necesarias para que el aporte tributario sea también mucho más justo.
Anhelamos que las distintas fuerzas políticas que legislan en ambas Cámaras del Congreso de la Nación tengan la madurez y acervo democrático necesario para expresar y votar para beneficio del país y la ciudadanía en su conjunto, especialmente cuando se debata pronto el gravamen a la riqueza y, en su momento, cuando les toque dar tratamiento parlamentario a proyectos que consideren modificar el impuesto a las ganancias sobre los salarios.